Bajo el cielo del oeste

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XXIV

—¡Stillwell!

El grito de Magdalena fue algo más que la queja de un corazón herido. Estaba lleno de agonía. Pero también significo el desmoronamiento de una fortaleza de falso orgullo, de antiguas creencias, de evasivas normas, de ignorancia de sí misma. Revelo el triunfo final sobre sus vacilaciones, y puso de relieve la indomable entereza de una mujer que había sabido hallar su personalidad, su amor, su salvación y sus deberes hacia un hombre, y que además no quería engañarse.

El viejo ganadero permaneció ante ella silencioso, atónito, mirándola con sus chispeantes ojos y su pálido rostro.

—¡Stillwell! ¡Soy la esposa de Stewart!

—¡Gran Dios! ¡Señorita Majestad! —exclamó—. ¡Ya sabía que algo terrible ocurriría! Y es lastima…

—¿Cree usted quizá que permitiré que le maten ahora, que ya no estoy ciega…, ahora que sé que le amo? —preguntó, con apasionada vehemencia—. Le salvaré. Estamos en la mañana del miércoles. Tengo treinta y seis horas para salvar su vida. Stillwell, envíe a buscar a Link; que venga con el coche.


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