La letra escarlata
La letra escarlata EL Gobernador Bellingham, vestido en traje de casa, que consistÃa en una bata no muy ajustada, y gorra, abrÃa la comitiva y parecÃa ir mostrando su propiedad á los que le acompañaban, explicándoles las mejoras que proyectaba introducir. La vasta circunferencia de un cuello alechugado, hecho con mucho esmero, que proyectaba por debajo de su barba gris, según la moda del tiempo antiguo, contribuÃa á darle á su cabeza un parecido á la de San Juan Bautista en la fuente. La impresión producida por su rÃgido y severo semblante, por el que habÃan pasado algunos otoños, no estaba en armonÃa con todo lo que allà le rodeaba y parecÃa destinado al goce de las cosas terrenales. Pero es un error suponer que nuestros graves abuelos,—aunque acostumbrados á hablar de la existencia humana y pensar en ella como si fuese una mera prueba y una lucha constante, y aunque se hallaban preparados á sacrificar bienes y vida cuando el deber lo requerÃa,—hicieran caso de conciencia rechazar todas aquellas comodidades, y aun regalo, que estaban á su alcance. Semejante doctrina no fué nunca enseñada, por ejemplo, por el venerable pastor de almas Juan Wilson, cuya barba, blanca como la nieve, se veÃa por sobre el hombro del Gobernador Bellingham, mientras le decÃa que las peras y los melocotones podrÃan aclimatarse en la Nueva Inglaterra, y que las uvas de color de púrpura podrÃan florecer si estuvieran protegidas por los muros del jardÃn expuestos más directamente al sol. El anciano ministro tenÃa un gusto legÃtimo y de larga fecha por todas las cosas buenas y todas las comodidades de la vida; y por severo que se mostrase en el púlpito en su reprobación pública de transgresiones como las de Ester Prynne, sin embargo, la benevolencia que desplegaba en la vida privada le habÃa grangeado mayor cantidad de afecto que la concedida á ningún otro de sus colegas.
