La letra escarlata
La letra escarlata EL pradillo frente á la cárcel, del cual hemos hecho mención, se hallaba ocupado hace unos doscientos años, en una mañana de verano, por un gran número de habitantes de Boston, todos con las miradas dirigidas á la puerta de madera de roble con puntas de hierro. En cualquiera otra población de la Nueva Inglaterra, ó en un período posterior de su historia, nada bueno habría augurado el aspecto sombrío de aquellos rostros barbudos; se habría dicho que anunciaba la próxima ejecución de algún criminal notable, contra el cual un tribunal de justicia había dictado una sentencia, que no venía á ser sino la confirmación de la expresada por el sentimiento público. Pero dada la severidad natural del carácter puritano en aquellos tiempos, no podía sacarse semejante deducción, fundándola sólo en el aspecto de las personas allí reunidas: tal vez algún esclavo perezoso, ó algún hijo desobediente entregado por sus padres á la autoridad civil, recibían un castigo en la picota. Pudiera ser también que un cuákero ú otro individuo perteneciente á una secta heterodoxa, iba á ser expulsado de la ciudad á punta de látigo; ó acaso algún indio ocioso y vagamundo, que alborotaba las calles en estado de completa embriaguez, gracias al aguardiente de los blancos, iba á ser arrojado á los bosques á bastonazos; ó tal vez alguna hechicera, como la anciana Señora Hibbins, la mordaz viuda del magistrado, iba á morir en el cadalso. Sea de ello lo que fuere, había en los espectadores aquel aire de gravedad que cuadraba perfectamente á un pueblo para quien religión y ley eran cosas casi idénticas, y en cuyo carácter se hallaban ambos sentimientos tan completamente amalgamados, que cualquier acto de justicia pública, por benigno ó severo que fuese, asumía igualmente un aspecto de respetuosa solemnidad. Poca ó ninguna era la compasión que de semejantes espectadores podía esperar un criminal en el patíbulo. Pero por otra parte, un castigo que en nuestros tiempos atraería cierto grado de infamia y hasta de ridículo sobre el culpable, se revestía entonces de una dignidad tan sombría como la pena capital misma.
