Una tarde, Laigle estaba recostado perezosamente en el umbral de la puerta del Café Musain. Tenía el aspecto de una cariátide en vacaciones. No llevaba consigo más que sus ensueños, y miraba lánguidamente hacia la plaza Saint-Michel. De pronto vio, a través de su sonambulismo, un cabriolé que pasaba con lentitud por la plaza. Iba dentro, al lado del cochero, un joven, y delante del joven una maleta. La maleta mostraba a los transeúntes este nombre escrito en gruesas letras negras en un papel pegado a la tela: Marius Pontmercy.
Este nombre hizo cambiar la posición a Laigle. Se enderezó, y gritó al joven del cabriolé:
- ¡Señor Marius Pontmercy!
El cabriolé se detuvo.
El joven, que parecía ir meditando, levantó los ojos.
- ¿Sois el señor Marius Pontmercy?
- Sin duda.
- Os buscaba -dijo Laigle.
- ¿Cómo me conocéis? -preguntó Marius-. Yo no os conozco.
- Ni yo tampoco a vos -dijo Laigle.