Por aquella época era Marius un joven de hermosas facciones, mediana estatura, cabellos muy espesos y negros, frente ancha e inteligente; tenía aspecto sincero y tranquilo, y sobre todo un no sé qué en el rostro que denotaba a la par altivez, reflexión e inocencia.
En el tiempo de su mayor miseria, observaba que las jóvenes se volvían a mirarle cuando pasaba, lo cual era causa de que huyera o se ocultara con la muerte en el alma. Creía que lo miraban por sus trajes viejos, y que se reían de ellos; el hecho es que lo miraban por buen mozo, y que más de una soñaba con él.
Aquella muda desavenencia entre él y las lindas muchachas que se le cruzaban lo habían hecho huraño. No eligió a ninguna por la sencilla razón de que huía de todas.
Courfeyrac le decía:
-Te voy a dar un consejo, amigo mío. No leas tantos libros y mira un poco más a las bellas palomitas. Esas picaronas valen la pena, Marius querido. Te vas a embrutecer de tanto huirles y de tanto ruborizarte.
Otros días, al encontrarse en la calle Courfeyrac lo saludaba diciendo:
-Buenos días, señor cura.