En los primeros días del mes de octubre de 1815, como una hora antes de ponerse el sol, un hombre que viajaba a pie entraba en la pequeña ciudad de D. Los pocos habitantes que en aquel momento estaban asomados a sus ventanas o en el umbral de sus casas, miraron a aquel viajero con cierta inquietud.
Difícil sería hallar un transeúnte de aspecto más miserable. Era un hombre de mediana estatura, robusto, de unos cuarenta y seis a cuarenta y ocho años. Una gorra de cuero con visera calada hasta los ojos ocultaba en parte su rostro tostado por el sol y todo cubierto de sudor. Su camisa, de una tela gruesa y amarillenta, dejaba ver su velludo pecho; llevaba una corbata retorcida como una cuerda; un pantalón azul usado y roto; una vieja chaqueta gris hecha jirones; un morral de soldado a la espalda, bien repleto, bien cerrado y nuevo; en la mano un enorme palo nudoso, los pies sin medias, calzados con gruesos zapatos claveteados. Sus cabellos estaban cortados al rape y, sin embargo, erizados, porque comenzaban a crecer un poco y parecía que no habían sido cortados hacía algún tiempo.
Nadie lo conocía. Evidentemente era forastero. ¿De dónde venía? Debía haber caminado todo el día, pues se veía muy fatigado.