Aquel día parecía una aurora continua. Las cuatro alegres parejas resplandecían al sol en el campo, entre las flores y los árboles. En aquella felicidad común, hablando, cantando, corriendo, bailando, persiguiendo mariposas, cogiendo campanillas, mojando sus botas en las hierbas altas y húmedas, recibían a cada momento los besos de todos, excepto Fantina que permanecía encerrada en su vaga resistencia pensativa y respetable.
Era la alegría misma, pero era a la vez el pudor mismo.
- Tú -le decía Favorita-, tú tienes que ser siempre tan rara.
Fueron al parque a columpiarse y después se embarcaron en el Sena. De cuando en cuando, preguntaba Favorita:
- ¿Y la sorpresa?
- Paciencia -respondía Tholomyès.
Cansados ya, pensaron en comer y se dirigieron a la hostería de Bombarda. Allí se instalaron en una sala grande y fea, alrededor de una mesa llena de platos, bandejas, vasos y botellas de cerveza y de vino. Prosiguieron la risa y los besos.