María

Capítulo 33

 

Los soles de siete días se habían apagado sobre nosotros, y altas horas de sus noches nos sorprendieron trabajando. En la última, recostado mi padre en un catre, dictaba y yo escribía. Dio las diez el reloj del salón: le repetí la palabra final de la frase que acababa de escribir; él no dictó más: volvíme entonces creyendo que no me había oído, y estaba dormido profundamente. Era él un hombre infatigable; mas aquella vez el trabajo había sido excesivo. Disminuí la luz del cuarto, entorné las ventanas y puertas, y esperé a que se despertase, paseándome en el espacioso corredor a la extremidad del cual se hallaba el escritorio.

Estaba la noche serena y silenciosa: la bóveda del cielo, azul y transparente, lucía toda la brillantez de su ropaje de verano; en los follajes negros de las hileras de ceibas que partiendo de los lados del edificio cerraban el patio; en los ramos de los naranjos que demoraban en el fondo revoloteaban candelillas24 sinnúmero, y sólo se percibía de vez en cuando el crujido de los ramajes enlazados, el aleteo de alguna ave asustada o suspiros del viento.

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