María

—No, no —le respondí—: aquí estoy yo, que te he querido y te querré siempre mucho: te quedan María, mi madre, Emma… y todas te servirán de madres.

El ataúd estaba ya en el fondo de la fosa; uno de los esclavos le echó encima la primera palada de tierra. Juan Angel, abalanzándose casi colérico hacia él, le cogió a dos manos la pala, movimiento que nos llenó de penoso estupor a todos.

A las tres de la tarde del mismo día, dejando una cruz sobre la tumba de Nay, nos dirigimos su hijo y yo a la hacienda de la sierra









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