El Castillo

VIII. ESPERANDO A KLAMM

Al principio, K estaba contento de haber escapado del barullo de las criadas y de los ayudantes en la habitación caldeada. Fuera helaba un poco, la nieve era más dura, se podía caminar con más facilidad. Pero comenzaba a oscurecer, así que aceleró sus pasos.

El castillo, cuyos perfiles comenzaban a difuminarse, permanecía, como siempre, en calma, jamás había percibido K en él un signo de vida, quizá era imposible reconocer algo desde esa distancia y, sin embargo, los ojos reclamaban algo y no querían tolerar esa quietud. Cuando K contemplaba el castillo, a veces le parecía como si observase a alguien que estaba sentado allí tranquilo, mirando ante sí, no sumido en sus pensamientos y cerrado a todo su entorno, sino libre y despreocupado, como si estuviese solo y nadie le observase. Y, sin embargo, tenía que percibir que alguien le observaba, pero eso no afectaba en nada a su tranquilidad y, en realidad —no se sabía si como motivo o como consecuencia— las miradas del observador no podían mantenerse fijas y resbalaban. Ese día, esa sensación se fortaleció por la temprana oscuridad: cuanto más tiempo lo contemplaba, con más profundidad se hundía todo en la penumbra.

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