El Castillo

IX. LA LUCHA CONTRA EL INTERROGATORIO

Y se alejó de allí regresando a la casa, esta vez no a lo largo del muro, sino a través de la nieve; en el pasillo se encontró al posadero, quien le saludó sin decir una palabra y le señaló la puerta de la taberna. K siguió el gesto del posadero porque estaba helado y quería ver personas, aunque se quedó muy decepcionado al encontrar una vista opresiva para él, a una mesita, que en realidad había sido dispuesta a propósito, pues allí se contentaban con los barriles, se sentaba el joven señor y ante él, de pie, estaba la posadera de la posada del puente. Pepi, orgullosa, con la cabeza inclinada hacia atrás, con la misma sonrisa eterna, consciente de su irrefutable dignidad, oscilando la trenza con cada uno de sus movimientos, corrió de un lado a otro llevando cerveza, tinta y una pluma, pues el señor había extendido papeles ante sí, comparaba cifras que encontraba en un papel y luego en otro al final de la mesa, y quería escribir. La posadera contemplaba muda y tranquila al señor y los papeles como si ya hubiese dicho todo lo necesario y hubiese sido bien recibido.

—El señor agrimensor, por fin —dijo el señor cuando K entró, lanzándole una mirada fugaz y concentrándose de nuevo en los papeles. También la posadera dirigió a K una mirada, ésta indiferente y carente de sorpresa. Pepi pareció haber reparado en K sólo cuando él se acercó a la barra y pidió un coñac.

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