El Castillo

XV. CON AMALIA

Por fin —ya era de noche— había terminado K de despejar el camino del jardín, había acumulado la nieve a ambos lados del camino y la había aplanado, terminando el trabajo del día. Estaba en la puerta del jardín, sin nadie a su alrededor en un amplio círculo. Hacía horas que había expulsado al ayudante, le había perseguido durante un buen trecho y se había escondido en algún lugar entre el jardín y las casas. Ya no le pudo encontrar, pero tampoco apareció más. Frieda estaba en casa y o lavaba la ropa o seguía bañando al gato de Gisa; era un signo de confianza por parte de Gisa que dejase a Frieda ese trabajo, por lo demás, un trabajo desagradable e inadecuado, que K habría rechazado, si no fuese aconsejable, después de todas las negligencias laborales, aprovechar cualquier oportunidad para satisfacer a Gisa. Ésta había visto satisfecha cómo K bajaba la bañera para niños, había calentado el agua y cómo, finalmente, introducía al gato en la bañera. Entonces Gisa incluso le había dejado al exclusivo cuidado de Frieda, pues Schwarzer, un conocido de K de la primera noche, había venido y, después de saludar a K con una mezcla de timidez, cuyo motivo se encontraba en aquella noche, y un desprecio inmoderado, como correspondía a un bedel de escuela, se había ido con Gisa a la otra clase. Allí seguían los dos. Como le habían contado a K en la posada del puente, Schwarzer, que era hijo de un alcaide del castillo, hacía tiempo que vivía en el pueblo por amor a Gisa; había conseguido que, gracias a sus conexiones, le nombraran maestro auxiliar, pero ejercía ese cargo de tal manera que casi nunca se perdía una clase de Gisa, ya fuese en los bancos entre los niños o, mejor, en la tarima a los pies de Gisa. Ya no molestaba, los niños hacía tiempo que se habían acostumbrado y con gran facilidad, pues Schwarzer no sentía ni inclinación ni comprensión por los niños, apenas hablaba con ellos, sólo había asumido de Gisa la clase de gimnasia y en lo demás se mostraba satisfecho de vivir cerca, en la misma atmósfera, en la calidez de Gisa. Su mayor placer consistía en sentarse junto a ella y corregir los cuadernos escolares. Hoy también se ocupaban en eso: Schwarzer había traído un buen montón de cuadernos, el maestro también le daba los suyos, y mientras hubo claridad, K había podido verlos a los dos sentados a una mesita al lado de la ventana y trabajando, cabeza con cabeza, inmóviles, ahora, sin embargo, sólo se podían ver dos velas con llamas vacilantes. Era un amor serio y silencioso el que los unía, el tono lo daba Gisa, cuya manera de ser algo lenta a veces explotaba y rompía todos los límites, pero que jamás habría tolerado algo similar en otros, así que el más vivaracho, Schwarzer, tenía que someterse, andar lento, hablar lento, callar mucho, pero, eso se veía muy bien, era ricamente recompensado por la presencia sencilla y silenciosa de Gisa. Y a lo mejor Gisa ni siquiera le amaba, en todo caso sus ojos redondos y grises, que jamás pestañeaban, que aparentemente giraban en las pupilas, no daban respuesta a esa pregunta, sólo se veía que toleraba a Schwarzer sin réplica, pero estaba claro que no sabía apreciar el honor de ser amada por el hijo de un alcaide y su cuerpo exuberante seguía contribuyendo como siempre a si Schwarzer la seguía con la mirada o no. Schwarzer, por el contrario, le ofrecía el continuo sacrificio de vivir en el pueblo; a los mensajeros del padre, que venían con frecuencia a recogerle, los despachaba con gran enojo, como si el breve recuerdo del castillo y de sus obligaciones filiales despertado en él supusiese una considerable perturbación de su felicidad. Y, sin embargo, en realidad tenía mucho tiempo libre, pues Gisa sólo se mostraba ante él durante las horas de clase y durante la corrección de cuadernos; esto, es cierto, no por interés, sino porque amaba más que nada la comodidad y, por tanto, la soledad, y tal vez cuando se sentía más feliz era cuando, en su casa, se podía estirar con toda libertad en su sofá, con el gato a su lado, que no molestaba porque ya apenas se podía mover. Así pasaba la mayor parte del día Schwarzer sin ocupación alguna, pero también eso le gustaba, pues siempre tenía la posibilidad, que aprovechaba a menudo, de ir a la calle Löwen donde vivía Gisa, subir a su pequeña habitación en la buhardilla, escuchar ante la puerta siempre cerrada y luego volver a irse después de haber constatado inevitablemente en la habitación el más perfecto e incomprensible silencio. No obstante, a veces se mostraban en él las consecuencias de esa forma de vida, aunque nunca en la presencia de Gisa, mediante erupciones ridículas e instantáneas de un resurgido orgullo oficial, que, si bien es cierto, no se adaptaba mucho a su situación presente; cuando eso ocurría no era muy agradable, como K había tenido la ocasión de experimentar.

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