El Castillo

XXIII

K se dio cuenta entonces del silencio que reinaba en el corredor, y no sólo en la parte en que había estado con Frieda y que parecía pertenecer a los espacios adyacentes a la taberna,—sino también en el corredor largo con las habitaciones en las que antes había existido tanta agitación. Así que los señores se habían quedado finalmente dormidos. También K estaba muy cansado, tal vez a causa del cansancio no se había defendido contra Jeremías como tendría que haberlo hecho. Probablemente hubiese sido más astuto cambiar de estrategia y haberse puesto en el mismo plano que Jeremías, quien exageraba visiblemente su resfriado —su estado deplorable no se debía al resfriado, sino que era innato y no se dejaba curar por ningún té medicinal—, haberse puesto en su mismo plano, mostrando su gran cansancio real, agachándose allí mismo, en el corredor, lo que le tendría que haber sentado muy bien, dormir un poco y quizá haberse dejado cuidar. Pero no le habría ido tan bien como a Jeremías, quien con toda seguridad habría ganado en esa competición por la compasión ajena y, además, con razón, así como en cualquier otro tipo de lucha. K estaba tan cansado que pensó si no debería intentar entrar en una de esas habitaciones, de las que alguna podría estar vacía, y dormir profundamente sobre una buena cama. Eso habría sido, según su opinión, una buena indemnización por mucho de lo acaecido. También tenía consigo una bebida que le facilitaría el sueño. En la bandeja que Frieda había dejado en el suelo había una pequeña garrafa que contenía algo de ron. K acometió el esfuerzo de regresar y la vació.

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