El Proceso

El proceso ya no abandonaba sus pensamientos. Con frecuencia había considerado la posibilidad de redactar un escrito de defensa y Presentarlo al tribunal. En él incluiría una corta descripción de su vida y aclararía, respecto a cada acontecimiento importante, por qué motivos había actuado así, si esa forma de actuar, según su juicio actual, era reprochable o no, y las justificaciones que se podían aducir en uno u otro caso. Las ventajas de un escrito de defensa con un contenido similar, en comparación con la simple defensa a través del abogado, por lo demás tampoco libre de objeciones, eran indudables. K no sabía lo que el abogado emprendía; en todo caso no era mucho, hacía un mes que no le llamaba y en ninguna de las visitas previas tuvo la impresión de fue ese hombre pudiera alcanzar algo. Ni siquiera le había preguntado apenas nada. Y, sin embargo, había tanto que preguntar. Preguntar era, sin duda, lo principal. K tenía la sensación de que él mismo podía plantear todas las preguntas necesarias del caso. El abogado, por el contrario, en vez de preguntarle, contaba cosas él mismo o permanecía en silencio, inclinándose sobre el escritorio tal vez por su dureza de oído, tirándose de un pelo de la barba y mirando fijamente la alfombra, es posible que hacia el lugar en el que habían yacido K y Leni. De vez en cuando le hacía alguna vacía advertencia, como se hace con los niños[31]. Palabras tan inútiles como aburridas, que K no pensaba pagar ni con un céntimo cuando le enviara la cuenta final. Una vez que el abogado creía haberle humillado lo suficiente, comenzaba, como de costumbre, a infundirle un poco de ánimo. Según le contaba, él había ganado ya total o parcialmente muchos procesos similares, procesos que, si bien no habían sido tan difíciles como el suyo, al menos se habían presentado igual de desesperanzados. Tenía una lista con esos procesos en su cajón al decirlo golpeteaba en uno de los laterales de la mesa, pero por desgracia no podía mostrar el material, pues se trataba de un secreto oficial. Naturalmente, decía, toda su experiencia revertía en favor de K. Había comenzado a trabajar de inmediato y el primer escrito judicial ya casi estaba redactado. Su importancia consistía en que al ser la primera impresión que daba la defensa, a menudo determinaba esencialmente el posterior desarrollo del procedimiento. No obstante, por desgracia, se veía obligado a advertirle que a veces ocurría que los primeros escritos presentados al tribunal no se leían. Simplemente se agregaban a las actas y se estimaba que provisionalmente era más importante el interrogatorio y la observación del acusado que todas las alegaciones realizadas por escrito. Si el solicitante mostraba apremio, se aducía que antes de la sentencia definitiva se reuniría todo el material, incluidas las actas respectivas, y se examinarían también los primeros escritos. Lamentablemente, esto no ocurría siempre así, el primer escrito se solía traspapelar o simplemente se extraviaba y, aunque se conservase hasta el final esto lo había sabido el abogado sólo por rumores, apenas se leía. Todo eso era lamentable, pero no carecía de justificación. K no debía sacar la falsa conclusión de que el procedimiento no era público, podía ser público, si el tribunal lo consideraba necesario, pero la ley no prescribía su publicidad. Como consecuencia de esto, los escritos judiciales, ante todo el escrito de acusación, eran inaccesibles para el acusado y la defensa, por consiguiente no se sabía con exactitud a qué se debía referir, en concreto, el primer escrito, así que éste sólo podía contener por casualidad algo que fuera importante para la causa. Datos exactos y aptos para servir de prueba se podían elaborar con posterioridad, cuando los interrogatorios del acusado hicieran aparecer con más claridad los cargos que se le imputaban o permitieran deducirlos con mayor precisión. Naturalmente, bajo estas condiciones, la defensa se encontraba en una situación muy desfavorable y difícil. Pero también esto era deliberado. En realidad, la ley no permitía una defensa, sólo la toleraba, no obstante, incluso respecto al sexto legal del que se podía deducir una tolerancia, existía una fuerte disensión doctrinal. Por consiguiente, estrictamente hablando, no podía haber ningún abogado reconocido por los tribunales, todos los abogados que comparecían ante ese tribunal eran abogados intrusos. El gremio consideraba esta situación indignante y si K, en su próxima visita a los juzgados, se fijaba en el despacho de los abogados, lo comprobaría. Probablemente quedaría horrorizado al ver en qué condiciones se reunía allí la gente. Ya la estancia estrecha mostraba el desprecio que la justicia tenía por ese gremio. La luz sólo penetraba por una claraboya, situada a tal altura que si alguien quería mirar por ella tenía fue buscar a un colega para subirse a sus espaldas. Por añadidura, el humo de una chimenea cercana le entraría por la nariz y le dejaría la cara negra. En el suelo de esa estancia sólo para añadir un ejemplo más del estado en que se encontraba aquello, había, desde hacía más ele un año, un agujero, no tan grande como para que un hombre pudiese caer por él, pero sí lo suficiente como para poder meter una pierna. El despacho de los abogados estaba en el segundo piso, si alguien se hundía, la pierna aparecía en el primer piso, precisamente en el corredor donde esperan los acusados. No exageraba al decir que en los círculos de abogados esa situación se consideraba vergonzosa. Las quejas a la Administración de Justicia no habían tenido el más mínimo éxito, lo único que se había conseguido era que se prohibiera severamente que los abogados cambiasen algo en la habitación asumiendo ellos mismos los costes. Pero también esta forma de tratar a los abogados tenía un fundamento. Se quería impedir la defensa y se pretendía que todo recayese sobre el acusado. No era un mal criterio, pero sería un error deducir que en esa justicia los abogados no servían para nada. Todo lo contrario, en ningún lugar eran tan necesarios. El procedimiento no sólo no era público, sino que también permanecía secreto para el acusado. Naturalmente, todo lo secreto que era posible, pero era posible en su mayor parte. El acusado tampoco tenía acceso a los escritos judiciales y deducir de los interrogatorios el contenido de ellos era muy difícil, sobre todo para el acusado, confuso y lleno de preocupaciones. Aquí es cuando debía actuar la defensa. Por regla general, la defensa no podía estar presente durante los interrogatorios, así que se veía obligada a preguntar al acusado, si era posible en la misma puerta del despacho del juez instructor, acerca del interrogatorio e intentar deducir de esos informes, la mayoría de las veces muy vagos, la información conveniente. Pero esto no era lo más importante, pues así no se podía averiguar mucho, aunque, si bien era cierto, una persona competente averiguaría más que otra que no lo era. Lo más importante eran las relaciones personales del abogado, en ellas consistía la calidad de la defensa. K ya había sabido por propia experiencia que los rangos inferiores de esa organización judicial no eran del todo perfectos, que en ellos abundaban los empleados corruptos y aquellos que olvidaban fácilmente el cumplimiento del deber, por lo que la severa configuración judicial mostraba algunas lagunas. Aquí es donde la gran masa de abogados encontraba su campo de actuación, aquí se sobornaba y se espiaba, no hacía mucho tiempo, incluso, se produjeron robos de actas. No se podía dudar que de esa manera se podían conseguir resultados sorprendentemente favorables para el acusado, aunque sólo momentáneos. Los pequeños abogados los aprovechaban para hacerse publicidad y vanagloriarse, pero para el posterior transcurso del proceso no significaba nada o nada bueno. Lo que a fin de cuentas poseía más valor eran las buenas y sinceras relaciones personales y, además, con los funcionarios superiores, con lo que sólo se hacía referencia a los funcionarios superiores de los grados inferiores. Gracias a estas relacio1 se podía influir en el desarrollo del proceso, al principio de una vera inapreciable, más tarde con mayor claridad. Esto lo conseguían muy pocos abogados, y aquí la elección de K se mostraba muy acertada. Tal vez sólo uno o dos abogados podían poseer unas relaciones similares a las suyas. Estos abogados, sin embargo, no se ocupaban de los clientes presentes en el despacho de abogados y no tenían nada que ver con ellos. Y precisamente esa circunstancia era la que fortalecía vínculo con los funcionarios judiciales. Ni siquiera era necesario que el Dr. Huld acudiera a los tribunales, que esperase allí a la casual aparición del juez instructor y que consiguiese algún éxito, dependiendo del humor del magistrado, o ni siquiera eso. No, K ya lo había podido ver, los funcionarios, y, entre ellos, algunos superiores, se presentaban por su propia voluntad, ofrecían espontáneamente alguna información, clara o fácilmente interpretable, hablaban sobre el posterior desarrollo del proceso, sí, incluso había casos en que se dejaban convencer y adoptaban encantados los puntos de vista ajenos. No obstante, tampoco se podía confiar mucho en ellos en este último aspecto. Por muy positiva que fuese su opinión para la defensa, nada impedía que regresasen a su despacho y al día siguiente emitiesen una sentencia completamente contraria y mucho más severa para el acusado que la pensada en un primer momento, de la que, sin embargo, afirmaban estar convencidos del todo. Contra esto no hay defensa posible, pues lo que han dicho en confianza sólo se ha dicho en confianza y no admite ninguna consecuencia pública, ni siquiera en el caso de que la defensa no se esforzara en mantener el favor de los señores. Por otra parte, resultaba cierto que estos señores no se ponían en contacto con la defensa, naturalmente con una defensa especializada, por amor al género humano o por sentimientos de amistad, también ellos, en cierta manera, dependían de ella. Aquí salía a la luz uno de los defectos de una organización judicial que establecía la confidencialidad del tribunal. A los funcionarios les faltaba el contacto con la población, para los procesos habituales estaban bien dotados, un proceso así prácticamente avanzaba por sí mismo y sólo necesitaba un pequeño empujón de vez en cuando, pero en los casos más simples o en los más difíciles se mostraban con frecuencia perplejos. Como estaban sumidos noche y día en la ley, carecían del sentido para las relaciones humanas y en algunos casos lo echaban de menos. Entonces acudían a los abogados para tomar consejo y detrás de ellos venía un empleado con esas actas que, en realidad, se supone, son tan secretas. En esa ventana había visto a algunos señores, de los que jamás se hubiera podido esperar una actitud así, mirando hacia la calle desconsolados, mientras el abogado estudiaba las actas para darle un buen consejo. Por lo demás, en esas situaciones se podía comprobar la enorme seriedad con que esos señores se tomaban su trabajo y cómo se desesperaban cuando topaban con impedimentos que, por su naturaleza, no podían superar. Su posición tampoco era fácil, se les haría una injusticia si se pensase que su posición era fácil. La estructura jerárquica de la organización judicial era infinita y ni siquiera era abarcable para el especialista. El procedimiento en los distintos juzgados era, por regla general, también secreto para los funcionarios inferiores, por consiguiente jamás podrían seguir los asuntos que trataban en las fases subsiguientes; las causas judiciales entraban en su ámbito de competencias sin que supieran de dónde venían y luego seguían su camino sin que supieran adónde iban. Así pues, estos funcionarios no podían sacar ninguna enseñanza del estudio de las distintas fases procesales, de las decisiones y fundamentos de las mismas. Sólo podían ocuparse de aquella parte del proceso que la ley les atribuía y del resultado de su trabajo sabían con frecuencia menos que la defensa, que, por regla general, permanecía en contacto con el acusado hasta el final del proceso. También a este respecto podían conocer a través de la defensa alguna información valiosa. Si K todavía se asombraba, teniendo en cuenta todo lo dicho, de la irascibilidad de los funcionarios todos tenían la misma experiencia, que con frecuencia se dirigían a las partes de un modo insultante, debía considerar que todos los funcionarios estaban irritados, incluso cuando parecían tranquilos. Era natural que los abogados sufrieran mucho por esa circunstancia. Se contaba, por ejemplo, una historia, que, según todos los indicios, podía ser verdadera: Un viejo funcionario, un señor bueno y silencioso, había estudiado una noche y un día, sin interrupción estos funcionarios eran más diligentes que nadie, un asunto judicial bastante difícil, especialmente complicado debido a los datos confusos aportados por el abogado. Por la mañana, después de un trabajo de veinticuatro horas, probablemente no muy fecundo, se fue hacia la puerta de entrada, permaneció allí emboscado y arrojó por las escaleras Modos los abogados que pretendían entrar. Los abogados se reunieron al pie de las escaleras y discutieron qué podían hacer. Por una parte, no tenían ningún derecho a entrar, así que no podían emprender acción judicial alguna contra el funcionario y, además, tenían que cuidarse mucho de poner al cuerpo de funcionarios en su contra. Por otra parte, terno no hay día perdido en el juzgado, tenían la necesidad de entrar realmente, se pusieron de acuerdo en intentar cansar al funcionario. Una y otra vez mandaron a un abogado que volvía a ser arrojado escaleras abajo al ofrecer una resistencia meramente pasiva. Todo esto duró alrededor de una hora; entonces el hombre, ya viejo, debilitado por el abajo nocturno, realmente fatigado, regresó a su despacho. Los de abajo no se lo querían creer, así que enviaron a uno para que mirase detrás de la puerta y comprobara que ya no estaba. Sólo entonces entraron, pero no se atrevieron ni a rechistar. Pues los abogados y hasta el más ínfimo de ellos podía abarcar, al menos en parte, las circunstancias que allí prevalecían no pretendían introducir ni imponer ninguna Mejora en el funcionamiento de los tribunales, mientras que casi todos los acusados y esto era lo significativo, incluso gente muy simple, empezaban a pensar nada más entrar en proposiciones de mejora y así desperdiciaban el tiempo y las energías, que podrían emplear mucho mejor de otra manera. Lo correcto era adaptarse a las circunstancias. Aun en el supuesto de que a alguien le fuera posible mejorar algunos detalles aunque sólo se trataba de una superstición absurda, lo único que habría conseguido, en el mejor de los casos, sería mejorar algo para asuntos futuros, pero se habría dañado extraordinariamente a sí mismo, pues habría llamado la atención del cuerpo de funcionarios, siempre vengativo. ¡Jamás había que llamar la atención! Había que esforzarse por comprender que ese gran organismo judicial en cierta manera estaba suspendido, como si flotara, y si alguien cambiaba algo en su esfera particular podía perder el suelo bajo los pies y precipitarse, mientras que el gran organismo, para paliar esa pequeña distorsión, encontrar fácilmente un repuesto en otro lugar todo está conectado y permanecería así invariable o, lo que era aún más probable, todavía más cerrado, más atento, más severo, más perverso. Así que lo mejor era ceder el trabajo a los abogados en vez de molestarlos. Los reproches no servían de nada, sobre todo cuando no se podían comprender los motivos que los generaban, y no se podía negar que K, con su actitud frente al jefe de departamento, había dañado mucho su causa. A ese hombre tan influyente, que pertenecía a aquellos que pueden hacer algo por él, ya había que tacharlo de la lista. Desoía incluso las menciones más fugaces del proceso y, además, intencionadamente. En algunas cosas los funcionarios  yqêÍU yqêÍU€QmêÍUðJmêÍUzqêÍUÀyqêÍU“ÀyqêÍUgracia, no quedaba encuadrada en esta categoría, y entonces dejaban de hablar incluso con buenos amigos, los evitaban y los perjudicaban en todo lo que podían. Pero de pronto, sorprendentemente, sin un motivo que lo explicase, se les hacía reír con una broma, fruto de la desesperación, y se reconciliaban. El trato con ellos era al mismo tiempo difícil y fácil, no había reglas. A veces resultaba asombroso que una vida normal alcanzase para poder abarcar tanto y obtener aquí algún éxito laboral. Había, por supuesto, horas sombrías, como las que tiene cualquiera, en las que se creía no haber conseguido nada, en las que a uno le parecía que un proceso, con buenas perspectivas desde el principio hasta el final y con un buen resultado, podría haber llegado a la misma conclusión sin trabajo alguno, mientras otros muchos se habían perdido a pesar de todo el esfuerzo, de las muchas idas y venidas, de los pequeños éxitos aparentes, sobre los que uno tanto se alegraba. Entonces todo parecía inseguro y uno no osaría negar, incluso, que procesos con buenas expectativas se habían descarrilado precisamente por la ayuda prestada. También eso era una cuestión de confianza en uno mismo, y esa confianza era lo único que quedaba. A estos ataques sólo eran pequeños ataques, caídas de ánimo, nada más estaban expuestos los abogados cuando, de repente, se les quitaba un proceso que habían llevado durante mucho tiempo y satisfactoriamente. Esto era lo más enojoso que le podía ocurrir a un abogado. No era el acusado el que le quitaba el proceso, eso no sucedía nunca, un acusado que había nombrado a un abogado tenía que quedarse con él ocurriera lo que ocurriese. ¿Cómo podría defenderse solo si ya había pedido ayuda? Eso no sucedía, aunque podía ocurrir alguna vez que el proceso tomase un curso que el abogado ya no pudiese seguir. Entonces al abogado se le privaba del proceso, del acusado y de todo lo demás. En esta situación ya no podía ayudar las mejores relaciones con los funcionarios, pues ni siquiera ellos sabían algo. El proceso había entrado en una fase en la que ya se podía prestar ayuda alguna. De él se ocupaban ahora juzgados accesibles, donde el acusado no podía ser localizado por su defensor. Un día el abogado llegaba a casa y encontraba sobre la mesa todas las anotaciones y datos reunidos con tanto esfuerzo y con tantas esperanzas. Se los habían devuelto, pues no poseían valor alguno en la nueva fase procesal, eran desperdicios. Pero tampoco había que dar por perdido el proceso, en absoluto, al menos no había ningún motivo decir que avalase esa suposición, lo único que ocurría es que ya no se sabría nada del proceso. Afortunadamente, estos casos eran excepcionales y, aun en el supuesto de que el proceso de K pudiera convertirse en uno de ellos, por ahora estaría muy lejos de una fase semejante. Todavía quedaban muchas oportunidades para el trabajo del abogado y de que él las aprovecharía, de eso K podía estar seguro. El escrito, como le había mencionado, aún no había sido entregado, tampoco había prisa, mucho más importantes eran las entrevistas introductorias con los funcionarios decisivos y éstas ya se habían producido. Con distinto éxito, había que reconocerlo. Por ahora era mejor no revelar detalles, pues K podría ser influido desfavorablemente por ellos, ya fuera despertando en él demasiadas esperanzas o provocándole angustia; sí se Podía decir, sin embargo, que algunos se mostraron muy favorables y dispuestos, mientras que otros se mostraron menos favorables, pero tampoco se habían negado a ayudar. El resultado, por consiguiente, muy satisfactorio, aunque tampoco se podían sacar conclusiones, pues todas las vistas preliminares comenzaban así y sólo el posterior transcurso del proceso podía mostrar el valor de esas vistas. En todo caso, aún no había nada perdido y si fuera posible ganarse al jefe de departamento ya había emprendido algo en ese sentido, entonces todo era, como dirían los cirujanos, una herida limpia y se podía esperas confiado el desarrollo posterior del proceso.

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