El Proceso

K había sido introducido en esa sociedad por el asesor jurídico del banco. Hubo un tiempo en que K tuvo que sostener largas entrevistas con ese abogado hasta muy tarde por la noche y se había adapta do a su costumbre de cenar en la tertulia, gustándole la compañía. Allí podía ver a eruditos, a hombres poderosos y de gran prestigio, cuya diversión consistía en intentar resolver cuestiones ajenas a la vida común. Aunque él podía intervenir muy poco, al menos disfrutaba de la posibilidad de acumular conocimientos, lo que más tarde o más temprano le procuraría ventajas en el banco. Además, podía conseguir importantes contactos personales con el mundo de la justicia, que siempre podían ser de utilidad. Pero también el grupo parecía tolerarle. Pronto fue reconocido como un experto en negocios y su opinión en esa materia ––muchas veces emitida con ironía–– resultaba irrefutable. Ocurría con frecuencia que dos personas, que juzgaban de manera diferente una cuestión jurídica, solicitaban a K su opinión, de tal modo que el nombre de K quedaba involucrado en todas las intervenciones, incluso en los análisis más abstractos, en los que K se perdía. No obstante, poco a poco iba comprendiendo las argumentaciones más complejas, pues contaba a su lado con el fiscal Hasterer, un buen consejero que le ayudaba amigablemente en esas cuestiones. Algunas veces K le acompañaba por la noche a casa, aunque no se podía acostumbrar a ir al lado de un hombre tan enorme, que le podría haber ocultado en los faldones de su abrigo.

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