Pablo se aferró instintivamente a las piernas de su padre. Zumbábanle los oÃdos y el piso que huÃa debajo de sus pies le producÃa una extraña sensación de angustia. CreÃase precipitado en aquel agujero cuya negra abertura habÃa entrevisto al penetrar en la jaula, y sus grandes ojos miraban con espanto las lóbregas paredes del pozo en el que se hundÃan con vertiginosa rapidez. En aquel silencioso descenso sin trepidación ni más ruido que el del agua goteando sobre la techumbre de hierro las luces de las lámparas parecÃan prontas a extinguirse y a sus débiles destellos se delineaban vagamente en la penumbra las hendiduras y partes salientes de la roca; una serie interminable de negras sombras que volaban como saetas hacia lo alto. Pasado un minuto, la velocidad disminuyó bruscamente, los pies asentáronse con más solidez en el piso fugitivo y el pesado armazón de hierro, con un áspero rechinar de goznes y de cadenas, quedó inmóvil a la entrada de la galerÃa.
El viejo tomó de la mano al pequeño y juntos se internaron en el negro túnel. Eran de los primeros en llegar y el movimiento de la mina no empezaba aún. De la galerÃa bastante alta para permitir al minero erguir su elevada talla, sólo se distinguÃa parte de la techumbre cruzada por gruesos maderos. Las paredes laterales permanecÃan invisibles en la oscuridad profunda que llenaba la vasta y lóbrega excavación.