En las montañas de la locura

Así que salimos a la pavorosa penumbra en que la media luz dejaba al fondo del monstruoso cilindro de cincuenta millones de años de antigüedad e, indudablemente, la más primitiva de cuantas construcciones verían nuestros ojos, vimos que los muros escalados por la rampa ascendían vertiginosamente hasta una altura de sesenta pies cumplidos. Esto, según recordamos por nuestra inspección aérea, significaba una capa exterior de hielo de alrededor de cuarenta pies, pues el precipicio que habíamos visto desde el aeroplano se hallaba en lo alto de un montículo de escombros de veinte pies, algo abrigado en las tres cuartas partes de su perímetro circular por las macizas murallas de una fila de ruinas que quedaban algo más arriba. Según narraban las tallas, la torre se había alzado en un principio en el centro de una inmensa plaza redonda hasta una altura de unos quinientos o seiscientos pies, con mesetas horizontales cerca de la parte superior en forma de disco y una fila de agudas torres semejantes a espadañas a lo largo del borde superior. La mayor parte de lo construido se había derrumbado principalmente hacia fuera, circunstancia afortunada, pues de lo contrario es posible que la rampa hubiera quedado destruida y todo el interior bloqueado. Aun así, la rampa había sufrido deplorables desperfectos, y la acumulación de escombros era tal que parecía que el paso por todos los arcos inferiores se había abierto sólo recientemente.

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