En las montañas de la locura

A eso de las dos y media de la madrugada, luego de decidir dejar para el día siguiente la continuación de su trabajo y tratar de tener algún descanso, cubrió el disecado organismo con un lienzo embreado, salió de la tienda-laboratorio y estudió los ejemplares intactos con renovado interés. El incesante sol antártico había comenzado a reblandecer ligeramente sus tejidos, de modo que las puntas de la cabeza y los tubos de dos o tres de ellos mostraban señales de desplegarse, aunque Lake pensó que no había peligro de corrupción inmediata en aquel ambiente a menos de cero grados. Pero si juntó todos los ejemplares no di-secados y los cubrió con la lona de una tienda de repuesto para protegerlos de los rayos solares directos. Eso contribuiría también a que los posibles efluvios no llegaran hasta los perros, cuyo hostil desasosiego estaba empezando a convertirse en problema incluso a la considerable distancia a que se hallaban, al otro ‘lado de una cerca de nieve que un equipo reforzado de hombres estaba apresurándose a ‘alzar en torno a la improvisada perrera. Tuvo que sujetar las esquinas de la lona con grandes bloques de nieve prensada para que no se moviera a pesar del vendaval que se estaba levantando, pues las titánicas montañas parecían prepararse a lanzar bocanadas de viento enormemente fuertes. Revivieron los temores a los temporales antárticos, y bajo la supervisión de Atwood se tomaron precauciones para resguardar con nieve las tiendas, el nuevo cercado de los perros y los toscos cobertizos de los aeroplanos al socaire de las montañas. Estos cobertizos, que habían comenzado a levantar en momentos perdidos con bloques de nieve endurecida, no tenían ni con mucho la debida altura, y Lake acabó por apartar a todos los hombres de otras tareas y ponerlos a trabajar en las defensas.

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