El paraíso perdido

Introducción

Si el imperfecto pero grandioso monumento que es el Paraíso perdido lo hubiera escrito alguien más ortodoxo en sus creencias políticas y religiosas, menos crítico con toda forma de autoridad, menos enfático en lo que respecta al valor y a la grandeza del individuo humano, al alcance y posibilidades del humano desarrollo; si lo hubiese escrito, digamos, un Dryden (en caso de haber podido prescindir del campanilleo de sus rimas), o un Isaac Newton (si su genio hubiese acometido la poética del verbo en lugar de la poética de las ecuaciones), o el moralista Wordsworth de la madurez, o C. S. Lewis, azote de satanistas… el gran poema épico de Inglaterra habría llegado hasta nosotros libre de la controversia que lo ha acompañado estos siglos y ya no sería más que una intrascendente reliquia literaria. Una reliquia leída todavía en algunos islotes de fundamentalismo cristiano anglosajón; una reliquia de la que todavía se citarían, aquí y allá, algunos de sus versos proverbiales o inolvidables pasajes; pero una reliquia más interesante para el historiador que para el crítico literario y con escaso arraigo en la emoción, el pensamiento y la espiritualidad del lector actual. Sin embargo, el autor del Paraíso perdido es Milton y eso convierte al poema en un misterio. O en una rareza, cuando menos. Porque, ¿es posible que a Milton, el Milton monarcómaco, enemigo del trono, el cetro y la corona a los que considera atentados contra el libre desarrollo del individuo, contra la dignidad humana incluso, una verdadera forma de idolatría; el Milton que justifica en un enardecido tratado la decapitación del Estuardo; el Milton paladín de la República cromwelliana, su aliado, defensor y propagandista contra los doctrinarios continentales del antiguo régimen… es posible que a ese Milton le complaciese la imagen de Dios como rey guerrero, un «dux bellorum, líder de las tropas angélicas»[1]? ¿Es posible que al Milton humanista, racionalista, le satisficiesen los argumentos de ese Dios —tan irracionales al fin y al cabo—, cuando trata de exculparse de que el mundo que ha creado le haya salido tan rematadamente mal? ¿Es posible que Milton, siempre independiente en materia religiosa, se contentase con ofrecer al mundo una visión tan canónica del cristianismo como la que parece desprenderse de una lectura desatenta del Paraíso perdido? Pero ¿es posible, por otra parte, que un cristiano como él, convencido y devoto aunque singular, hiciese de Satán el héroe de su poema según lo sugirió ya Dryden, contemporáneo suyo, y posteriormente los románticos? ¿Quién es el auténtico héroe de esta épica moral? ¿Satanás? ¿El propio Milton, como querría Saurat[2]? ¿Adán, como sugiere Johnson[3]? ¿Cristo, Dios Padre… como pretenden otros? ¿Era Milton del partido del diablo sin saberlo, como dice Blake[4], o, como afirma Christopher Hill[5], con conciencia de ello?

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