- Pobrecilla – murmuró, alzando un rizo rebelde de la cara bañada en lágrimas. Luego se inclinó y besó la ardiente mejilla que descansaba sobre la almohada.
Un nuevo interés por la vida
La tarde siguiente Ana, levantando la vista de su costura y mirando por la ventana de la cocina, vio a Diana que, bajando por la Burbuja de la Dríada, le hacía señas misteriosamente.
En un tris Ana estuvo fuera de la casa y corrió a la hondonada con los ojos brillantes por el asombro y la esperanza. Pero la esperanza se esfumó cuando vio el afligido semblante de su amiga.
- ¿Ha cedido tu madre? – murmuró.
Diana sacudió la cabeza tristemente.
- No, oh no, Ana. Dice que no puedo jugar contigo nunca más. He llorado y llorado, diciéndole que no fue culpa tuya, pero todo fue inútil. Le rogué que me permitiera venir a decirte adiós. Dijo que me concedía diez minutos y que iba a controlar con el reloj.
- Diez minutos no son mucho tiempo para decir un eterno adiós – dijo Ana llorando –.
Oh, Diana, ¿me prometes fielmente que no has de olvidarte nunca de mí, la amiga de tu juventud, a pesar de los muchos amigos queridos que puedas tener?.