Ana suspiró, apartó sus ojos del hechizo del mundo en primavera, de la tentación de la brisa y el cielo y de los verdes pastos primaverales del jardín, y se sepultó resueltamente en su libro. Habría otras primaveras, pero si no aprobaba los exámenes de ingreso, Ana tenía la seguridad de que nunca podría recobrarse lo suficiente como para gozar de ellas.
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Con el fin de junio llegaron el final de curso y del reinado de la señorita Stacy en la escuela de Avonlea. Ana y Diana volvieron esa tarde a casa con el ánimo muy triste. Ojos enrojecidos y pañuelos húmedos eran testimonio de que las palabras de despedida de la maestra habían sido tan conmovedoras como las del señor Phillips tres años atrás. Diana contempló el edificio del colegio desde la falda de la colina de los abetos y suspiró profundamente.
- Parece como si fuera el fin de todo, ¿no es así? – dijo desmayadamente.
- No creo que te sientas ni la mitad de dolorida que yo – contestó Ana, buscando inútilmente un trozo seco en su pañuelo –. Tú volverás el próximo invierno, pero yo creo que dejaré el viejo colegio para siempre; es decir, si tengo suerte.