Ana de las Tejas Verdes

Corrieron al henar más allá del granero, donde Matthew empacaba heno, y, oh suerte, la señora Lynde estaba charlando con Marilla por encima del cerco del sendero.

- ¡Matthew – gritó Ana –, ha pasado y fui la primera; o uno de los primeros! No soy vanidosa pero estoy agradecida.

- Bueno, siempre lo dije – respodió Matthew, contemplando alegremente la lista –. Sabía que les ganarías fácilmente a todos.

- Te has portado bastante bien, debo decirlo, Ana – comentó Marilla, tratando de ocultar su enorme orgullo del ojo crítico de la señora Lynde. Pero esa alma caritativa dijo sinceramente:

- Sospecho que sí y lejos de mí está el no decirlo. Eres el crédito de tus amigos, Ana, eso es, y todos estamos orgullosos de ti.

Aquella noche Ana, que terminara una tarde deliciosa con una seria conversación con la señora Allan en la rectoría, se arrodilló dulcemente junto a su ventana abierta alumbrada por la luz y murmuró una plegaria de gratitud y aspiraciones que le salió de lo más profundo de su corazón. En ella había agradecimiento por lo pasado y reverente petición por lo futuro; y cuando se durmió sobre su gran almohada blanca, sus sueños fueron tan etéreos, dulces y hermosos como los puede desear la adolescencia.

CAPÍTULO TREINTA Y TRES

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