Ana arreaba las vacas por el Sendero de los Amantes. Era un atardecer de septiembre y el bosque estaba impregnado por la rojiza luz del atardecer. El sendero, bordeado de pinos y abetos, estaba salpicado de luces y sombras. El viento ululaba entre las ramas de los árboles, y ya se sabe que en el mundo no hay música más dulce que la del viento sonando en las copas de los pinos al atardecer.
Las vacas bajaban plácidamente por el sendero y Ana tras ellas, soñando, repitiendo en voz alta el canto guerrero de Marmion que les había enseñado la señorita Stacy en clase de inglés, transportada por los versos y lo plástico del relato. Cuando llegó a la estrofa:
Los lanceros inquebrantables formaban un bosque impenetrable
se detuvo extasiada, cerrando los ojos para verse formando parte del heroico círculo. Cuando los volvió a abrir, vio a Diana cruzando el portón que daba al campo de los Barry, con un aspecto tan importante que comprendió inmediatamente que traía noticias trascendentales. Pero no quiso mostrar su curiosidad.
—¿No es esta tarde como un sueño, Diana? Estoy tan contenta de vivir. Por las mañanas, me parece que lo mejor son las mañanas; pero cuando llega el atardecer, me parece que éste es todavía más hermoso.