El naufragio del Titán

CAPÍTULO XIII

El Sr. Selfridge había empezado a interesarse por las acciones legales. Mientras salían los dos hombres, se levantó y preguntó:

—¿Ha llegado a un acuerdo, Sr. Meyer? ¿Se pagará el seguro?

—No —rugió el asegurador al oído del desconcertado anciano, dándole una fuerte palmada en la espalda—. No se pagarrá. Uno de los dos debía quedar arruinado, y le ha tocado a usted. No voy a pagar el seguro del Titán, ni lo harrán los demás asegurradores. Al contrario, puesto que la cláusula de colisión en la póliza queda anulada, su compañía debe reembolsarme el importe del segurro que tengo que pagar a los propietarios del Royal Age; a menos, claro está, que nuestro buen amigo, el Sr. Rowland, que estaba en el puesto de vigía en ese momento, jurre que el barco iba con las luces apagadas.

—En absoluto —dijo Rowland—. Las llevaba encendidas. Pero… ¡miren al caballero! ¡Cuidado! ¡Sujétenlo!

El Sr. Selfridge estaba intentado alcanzar una silla. Consiguió agarrarla, pero la soltó enseguida, y antes de que nadie pudiera socorrerle cayó al suelo, donde quedó tendido con los labios grisáceos y los ojos fuera de las órbitas, jadeando convulsivamente.

—¡Un infarto! —dijo Rowland, arrodillándose junto a él—. ¡Llamen a un médico!

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