El naufragio del Titán

CAPÍTULO V

Esa mañana ocurrió un percance que distrajo a Rowland de los incidentes de la noche anterior. Unas pocas horas de sol radiante habían atraído a los pasajeros a cubierta como abejas de un panal, y dos amplias cubiertas de paseo recordaban por su animación y colorido a las calles de una ciudad. Los vigías estaban ocupados en la inevitable limpieza, y Rowland, con un estropajo y un cuchillo, limpiaba la pintura blanca del coronamiento a estribor, oculto por la caseta de cubierta que acotaba un pequeño espacio a popa. Una niña entró corriendo en aquel estrecho recinto, riendo y gritando, y se agarró a sus piernas, mientras saltaba con desbordante alegría.

—Me he escapado —dijo—. He escapado de mami.

Secándose las manos en los pantalones, Rowland alzó a la niña y dijo tiernamente:

—Bueno, pequeña, tienes que volver corriendo con ella. Estás en mala compañía.

Los ojos inocentes de la criatura le sonrieron, y entonces —una estúpida costumbre que solo tienen los solteros— la sostuvo sobre la barandilla en un gesto de jovial amenaza:

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