El naufragio del Titán

CAPÍTULO VIII

Rowland, con algunos reparos, bebió una pequeña cantidad de licor y, tras envolver en el abrigo a la pequeña —que seguía dormida—, salió a la superficie helada. La niebla se había despejado y un mar azul y sin ningún barco a la vista se extendía hasta el horizonte. A sus espaldas, hielo, una enorme montaña helada. Subió el repecho y contempló el panorama desierto desde un precipicio de treinta metros. A su izquierda el hielo ascendía hasta una playa más escarpada que la que había dejado atrás, y a su derecha una acumulación de montículos y picos más altos, intercalados con numerosos cañones, grutas y brillantes cataratas, ocultaba el horizonte. Ni una sola vela por ningún lado, ni el humo de un barco para animarle. Cuando volvía sobre sus pasos, a mitad de camino hacia el barco, vio algo blanco moverse y acercarse desde los picos helados.






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