El naufragio del Titán

CAPÍTULO XI

Cierta mañana, dos meses después de conocerse el accidente del Titán, el Sr. Meyer estaba sentado en su escritorio del departamento escribiendo frenéticamente, cuando el anciano que se había lamentado por la muerte de su hijo en la Oficina de Inteligencia entró con paso vacilante y se sentó junto a él.

—Buenos días, Sr. Selfridge —dijo, sin levantar apenas los ojos—. Supongo que ha venido por el pago del segurro. Ya han pasado los sesenta días.

—Sí, sí, Sr. Meyer —dijo el anciano, fatigado—. Por supuesto, como simple accionista no puedo tomar parte activa; pero soy un miembro aquí, y algo angustiado, naturalmente. Todo lo que tenía en este mundo —incluyendo a mi hijo y a mi nieta— estaba en el Titán.

—Es muy triste, Sr. Selfridge; le compadezco profundamente. Tengo entendido que es usted el mayor accionista del Titán, con cien mil acciones, aproximadamente, ¿no es así?

—Más o menos. —Yo soy el principal asegurrador, así que, Sr. Selfridge, esta batalla va a librarse básicamente entre usted y yo.

—¿Batalla? ¿Es que va a haber algún problema? —preguntó el Sr. Selfridge, angustiado.

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