«¿Por qué te deslizas a escondidas y de manera esquiva en el crepúsculo, Zaratustra? ¿Qué es lo que escondes con tanto cuidado bajo tu manto?
¿Es un tesoro que te han regalado? ¿O un niño que has dado a luz? ¿O es que tú mismo sigues ahora los caminos de los ladrones, tú amigo de los malvados?». –
¡En verdad, hermano mío!, dijo Zaratustra, es un tesoro que me han regalado: es una pequeña verdad lo que llevo conmigo.
Pero es revoltosa como un niño pequeño; y si no le tapo la boca, grita a voz en cuello.
Cuando hoy recorría solo mi camino, a la hora en que el sol se pone, me encontré con una viejecilla, la cual habló así a mi alma:
«Muchas cosas nos ha dicho Zaratustra también a nosotras las mujeres, pero nunca nos ha hablado sobre la mujer».
Y yo le repliqué: «Sobre la mujer se debe hablar tan sólo a varones».
«Háblame también a mí acerca de la mujer, dijo ella; soy bastante vieja para volver a olvidarlo en seguida».
Y yo accedí al ruego de la viejecilla y le hablé así[107]: