El invierno, mal huésped, se ha asentado en mi casa; azuladas se han puesto mis manos del apretón de manos de su amistad.
Yo honro a este mal huésped, pero me gusta dejarlo solo. Me gusta alejarme de él; ¡y si uno corre bien, consigue escaparse de él!
Con pies calientes y pensamientos calientes corro yo hacia donde el viento está tranquilo, – hacia el rincón soleado de mi monte de los olivos.
Allí me río de mi severo huésped, y hasta le estoy agradecido porque me expulsa de casa las moscas y hace callar muchos pequeños ruidos.
Él no soporta, en efecto, que se ponga a cantar un solo mosquito, y mucho menos dos; incluso a la calleja la deja tan solitaria que la luna tiene miedo de penetrar en ella por la noche.
Es un huésped duro, – pero yo lo honro, y no rezo, como los delicados, al panzudo ídolo del fuego.
¡Es preferible dar un poco diente con diente que adorar ídolos! – así lo quiere mi modo de ser. Y soy especialmente hostil a todos los ardorosos, humeantes y enmohecidos ídolos del fuego.
A quien yo amo, lo amo mejor en el invierno que en el verano; y ahora me burlo de mis enemigos, y lo hago más cordialmente desde que el invierno se ha asentado en mi casa.