Así habló Zaratustra

– por esto eché por la borda todo lo demás, por esto se me volvió indiferente todo lo demás; y justo al lado de mi saber acampa mi negra ignorancia.

Mi conciencia del espíritu quiere de mí que yo sepa una única cosa y que no sepa nada de lo demás: ¡siento náuseas de todas las medianías del espíritu, de todos los vaporosos, fluctuantes, soñadores!

Donde mi honestidad acaba, allí yo soy ciego y quiero también serlo. Pero donde quiero saber, allí quiero también ser honesto, es decir, duro, riguroso, severo, cruel, implacable.

El que en otro tiempo[467] dijeras, oh Zaratustra: “Espíritu es la vida que se saja a sí misma en vivo”, eso fue lo que me llevó a tu doctrina y me indujo a seguirla. Y, en verdad, ¡con mi propia sangre he aumentado mi propio saber!».

«Como la evidencia enseña»[468], se le ocurrió a Zaratustra; pues aún seguía corriendo la sangre por el brazo desnudo del concienzudo. Diez sanguijuelas, en efecto, se habían agarrado a él.

«¡Oh tú, extraño compañero, cuántas cosas me enseña esta evidencia, es decir, tú mismo! ¡Y tal vez no me sea lícito vaciarlas todas ellas en tus severos oídos!

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