A riesgo de que el moralizar manifieste ser también aquà lo que siempre ha sido —a saber, un intrépido montrerses plaies [mostrar las propias llagas], según Balzac —, yo me atreverÃa a oponerme a un indebido y per—nicioso desplazamiento de rango que hoy, de manera completamente inadvertida y como con la mejor conciencia, amenaza con establecerse entre la ciencia y la filosofÃa. Quiero decir que, partiendo de nuestra experiencia, — ¿experiencia significa siempre, según me parece a mÃ, mala experiencia? —hemos de tener derecho a intervenir en la discusión sobre esa elevada cuestión de rango: para no hablar como hablan del color los ciegos o como hablan contra la ciencia las mujeres y los artistas («¡ay, esa perversa ciencia!», suspi—ran el instinto y el pudor de las mujeres y de los artistas, «¡ella averigua siempre lo que hay detrás de las cosas!» —). La declaración de independencia del hombre cientÃfico, su emancipación de la filosofia, constituye una de las repercusiones más sutiles del orden y desorden democráticos: por todas partes la autoglorificación y autoexaltación del docto encuéntranse hoy en pleno florecimiento y en su mejor primavera, —con lo cual no queremos decir que en este caso la alabanza de sà mismo huela de modo agradable. «¡Nada de dueños!» —eso es lo que quiere también aquà el instinto del hombre plebeyo; y después de que la ciencia se ha liberado, con el más feliz éxito, de la teologÃa, de la cual fue «sierva» durante mucho tiempo, aspira ahora con completa altanerÃa e insensatez a dictar leyes a la filosofÃa y a representar ella por su parte el papel de «señor» —¡qué digo!, de filósofo. Mi memoria —¡memoria de un hombre cientÃfico, permÃtaseme decirlo! rebosa de las ingenuidades, basadas en la soberbia, que sobre la filosofÃa y los filósofos he oÃdo decir a los jóvenes investigadores de la naturaleza y a los viejos médicos (para no hablar de los más cultos y más en—greÃdos de todos los doctos, los filólogos y pedagogos, que son ambas cosas por profesión —). Unas veces era el especialista y mozo de esquina el que instintivamente se ponÃa en guardia contra las tareas y capacidades sintéticas; otras, el trabajador diligente el que habÃa percibido un olor de otium [ocio] y de aristocrática exuberancia en la economÃa psÃquica del filósofo, y que por ello se sentÃa menoscabado y empequeñecido. Otras veces era ese daltonismo del hombre utilitario que no ve en la filosofÃa más que una serie de sistemas refutados y un lujo derrochador que a nadie «aprovecha». Otras, lo que resaltaba era el miedo a una mÃstica disfrazada y a una rectificación de las fronteras del conocer; a veces era la desestimación de algunas filosofÃas la que se habÃa generalizado arbitrariamente, convirtiéndose en desestimación de la filosofÃa misma. Con muchÃsima frecuencia, en fin, encontré en jóvenes doctos, detrás del soberbio menosprecio de la filosofÃa, la perversa repercusión de un filósofo, al cual se le habÃa negado ciertamente obediencia en conjunto, pero sin haber escapado al hechizo de sus despreciativas valoraciones de otros filósofos: —lo que tenÃa como resultado una disposición global de ánimo opuesta a toda filosofÃa. (Tal me parece ser, por ejemplo, la repercusión de Schopenhauer sobre la Alemania más reciente: —con su poco inteligente furia contra Hegel ha conseguido que la última generación entera de alemanes se separe de la conexión con la cultura alemana, cultura que, bien sopesadas todas las cosas, ha representado una cima y una sutileza adivi—natoria del sentido histórico: pero Schopenhauer mismo era, justo en este punto, tan pobre, tan poco recep—tivo, tan poco alemán, que llegaba a la genialidad.) Hablando en general, acaso haya sido principalmente lo humano, demasiado humano, en suma, la miseria misma de los filósofos recientes lo que de modo más radical haya dañado al respeto a la filosofÃa y haya abierto las puertas al instinto del hombre de la plebe. Confesémonos, pues, hasta qué punto le falta a nuestro mundo moderno la especie entera de los Heráclitos, Platones, Empédocles y como se hayan llamado todos esos regios y magnÃficos eremitas del espÃritu; y con cuánta razón, a la vista de los representantes de la filosofÃa que hoy, gracias a la moda, están tanto por encima como por debajo —en Alemania, por ejemplo, los dos leones de BerlÃn, el anarquista Eugen Dühring y el amalgamista Eduard von Hartmann —, le es lÃcito a un honesto hombre de ciencia sentirse de una especie y una ascendencia mejores. Es en especial el espectáculo de esos filósofos del revoltijo que a sà mismos se denominan «filósofos de la realidad» o «positivistas» lo que consigue introducir una peligrosa desconfianza en el alma de un docto joven, ambicioso: éstos son, en efecto, en el mejor de los casos, doctos y especialistas, ¡eso se palpa! —éstos son, en efecto, todos ellos, hombres vencidos y sometidos de nuevo al dominio de la ciencia, que alguna vez han querido de sà algo más, sin tener derecho a ese «más» y a la responsabilidad de ese «más» —y que ahora, honorables, furiosos, vengativos, representan con sus palabras y sus hechos la falta de fe en la tarea señorial y en la soberanÃa de la filosofÃa. En fin: ¡cómo podrÃa ser de otro modo! Hoy la ciencia florece y muestra en su rostro con abundancia la buena conciencia, mientras que aquello a lo que ha venido a parar poco a poco toda la filosofÃa alemana reciente, ese residuo de filosofÃa de hoy suscita contra sà desconfianza y fastidio, cuando no burla y compasión. La filosofÃa reducida a «teorÃa del conocimiento», y que ya no es de hecho más que una tÃmida epojÃstica y doctrina de la abstinencia: una filosofÃa que no llega más que hasta el umbral y que se prohibe escrupulosamente el derecho a entrar —ésa es una filosofÃa que está en las últimas, un final, una agonÃa, algo que produce compasión. ¡Cómo podrÃa semejante filosofÃa —dominar!