Más allá del bien y del mal

Por último, ciertamente, para mostrar también la contrapartida mala de tales religiones y sacar a luz su inquietante peli, grosidad: —es caro y terrible el precio que se paga siempre que las religiones no están en manos del filósofo, como medios de selección y de educación, sino que son ellas las que gobiernan por sí mismas y de manera soberana, siempre que ellas mismas quieren ser fines últimos y no medios junto a otros medios. Hay en el ser humano, como en toda otra especie animal, un excedente de tarados, enfermos, degenera+ dos, decrépitos, dolientes por necesidad; los casos logradol son siempre, también en el ser humano, la excepción, y dado que el hombre es el animal aún no fijado, son incluso una ex ,4 cepción esca—sa. Pero hay algo peor todavía: cuanto más ele+ vado es el tipo de un hombre que representa a aquél, tantd—más aumenta la improbabilidad de que se logre: lo azarosos, la ley del absurdo en la economía global de la humanidad muéstrase de la manera más terrible en el efecto destructor que ejerce sobre los hombres superiores, cuyas condiciones de vida son delicadas, complejas y difícilmente calculables. Ahora bien, ¿cómo se comportan esas dos religiones mencionadas, las más grandes de todas, frente a ese excedente de los casos malogrados? Intentan conservar, mantener con vida cualquier cosa que se pueda mantener, e incluso, por principio, toman partido a favor de los malogrados, como religiones para dolientes que son, ellas otorgan la razón a todos aquellos que sufren de la vida como de una enfermedad y quisieran lograr que todo otro modo de sentir la vida fuera considerado falso y se volviera imposible. Aunque se tenga una alta estima de esa indulgente y sustentadora solicitud, en la medida en que se aplica y se ha aplicado, junto a todos los demás, también al tipo más elevado de hombre, el cual hasta ahora ha sido casi siempre también el más doliente: en el balance total, sin embargo, las religiones habidas hasta ahora, es decir, las religiones soberanas cuén—tanse entre las causas principales que han mantenido al tipo «hombre» en un nivel bastante bajo, —han conservado demasiado de aquello que debía perecer. Hay que agradecerles algo inestimable: ¡y quién será tan rico de gratitud que no se vuelva pobre frente a todo lo que los «hombres de Iglesia» del cristianismo, por ejemplo, han hecho hasta ahora por Europa! Sin embargo, cuando proporcionaban consuelo a los dolientes, ánimo a los oprimidos y desesperados, sostén y apoyo a los faltos de independencia, y cuando atraían hacia los monasterios y penitenciarías psíquicos, alejándolos así de la sociedad, a los interiormente destruidos y a los que se volvían salvajes: ¿qué tenían que hacer, además, para trabajar con una conciencia tan radicalmente tranquila en la conservación de do lo enfermo y doliente, es decir, trabajar real y verdaderamente en el empeoramiento de la raza europea? Poner cabeza abajo todas las valoraciones —¡eso es lo que tenían que hacer! Y quebrantar a los fuertes, debilitar las grandes esperanzas, hacer sospechosa la felicidad inherente a la belleza, pervertir todo lo soberano, varonil, conquistador, ávido de poder, todos los instintos que son propios del tipo supremo y mejor logrado de «hombre», transformando esas cosas en inseguridad, tormento de conciencia, autodestrucción, incluso invertir todo el amor a lo terreno y al dominio de la tierra convirtiéndolo en odio contra la tierra y lo terreno —tal fue la tarea que la Iglesia se impuso, y que tuvo que imponerse, hasta que, a su parecer, «desmundanización», «desensualización» y «hombre superior» acabaron fundiéndose en un único sentimiento. Suponiendo que alguien pudiera abarcar con los ojos irónicos e independientes de un dios epicúreo la comedia prodigiosamente dolorosa y tan grosera como sutil del cristianismo europeo, yo creo que no acabaría nunca de asombrarse y de reírse: ano parece, en efecto, que durante dieciocho siglos ha dominado sobre Europa una sola voluntad, la de convertir al hombre en un engendro sublime? Mas quien a esa degeneración y a esa atrofia casi voluntarias del hombre que es el europeo cristiano (Pascal, por ejemplo) se acercase con necesidades opuestas, es decir, no ya de manera epicúrea, sino con un martillo divino en la mano 55, ¿no tendría ése ciertamente que gritar con rabia, con compasión, con espanto?: «¡Oh vosotros majaderos, vosotros majaderos presuntuosos y compasivos, qué habéis hecho! ¡No era ése un trabajo para vuestras manos! ¡Cómo me habéis deterio. rado y mancillado mi piedra más hermosa! ¡Qué cosas os d habéis permitido vosotros!»? — Yo he querido decir: el cristia• nismo ha sido hasta ahora la especie más funesta de autopresunción. Hombres no lo bastante elevados ni duros como para que les fuera lícito dar, en su calidad de artistas, una forma al hombre, hombres no lo bastante fuertes ni dotados de mirada lo bastante larga como para dejar dominar, con un sublime sojuzgamiento de sí, esa ley previa de los miles de fracasos y ruinas; hombres no lo bastante aristocráticos como para ver la jerarquía abismalmente distinta y la diferencia de rango existentes entre hombre y hombre: —tales son los hombres que han dominado hasta ahora, con su «igualdad ante Dios», el destino de Europa, hasta que acabó formándose une especie empequeñecida, casi ridícula, un animal de rebaño, un ser dócil, enfermizo y mediocre, el europeo de hoy...

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