1984

Abrió el Diario. Era importante escribir algo. La mujer de la telepantalla había empezado una nueva canción. Su voz sé le clavaba a Winston en el cerebro como pedacitos de vidrio. Procuró pensar en O'Brien, a quien dirigía su Diario, pero en vez de ello, empezó a pensar en las cosas que le sucederían cuando lo detuviera la Policía del Pensamiento. No importaba que lo matasen a uno en seguida. Esa muerte era la esperada. Pero antes de morir (nadie hablaba de estas cosas aunque nadie las ignoraba) había que pasar por la rutina de la confesión: arrastrarse por el suelo, gritar pidiendo misericordia, el chasquido de los huesos rotos, los dientes partidos y los mechones ensangrentados de pelo. ¿Para qué sufrir todo esto si el fin era el mismo? ¿Por qué no ahorrarse todo esto? Nadie escapaba a la vigilancia ni dejaba de confesar. El culpable de crimental estaba completamente seguro de que lo matarían antes o después. ¿Para qué, pues, todo ese horror que nada alteraba?







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