Mauricio cree ver
Mientras en el restaurant de Quebrantas pasaban estos lances poco verosÃmiles, en el Casino sucedÃa algo vulgar en la vida social, moneda corriente: un curioso arrimaba la mecha al montón de pólvora.
Era Gonzalvo de los infinitos investigadores de afición, amigos de saber y oler. En nada se parecÃa su curiosidad a aquella generosa y casi santa que impulsa al hombre de ciencia, al sabio, a chamuscarse las cejas y secarse el meollo por alzar una punta del velo que cubre los arcanos de la naturaleza. Ni menos era la curiosidad despierta y semicientÃfica del dilettante literario, a quien interesan el arte, la historia y de rechazo, como documento, las costumbres. Lo más pernicioso de la curiosidad de Gonzalvo es que degeneraba en erotomanÃa. PertenecÃa al número de los que por sistema «buscan la mujer» y no conciben que exista mujer ni hombre sin intriga o lÃo más o menos complicado. Este tipo, en la PenÃnsula Ibérica, es representativo de la raza. La pasionalidad africana y el epicureÃsmo latino se juntan para engendrarlo. No le hablasen a Perico Gonzalvo de móviles que no fueran sexuales; no le insinuasen siquiera que puede haber horas del dÃa, sitios y personas libres del erótico duendecillo. Sin él no se explicaba Gonzalvo la polÃtica, la hacienda, la guerra, el arte… Verdad dije con él… tampoco se explicaba estas altas cosas.