Leer online El Niño de Guzmán

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- XII -

La leyenda del Cristo

La resolución de partir sosegó algún tanto a Pedro. Vistiose, salieron y fueron derechos al palacete de la Sagrada. Solo encontró visible al Duque. Mauricio sin duda descansaba de las violentas impresiones de la víspera; ni él ni Bernarda habían asomado la cabeza fuera de sus habitaciones, y Arcángela, quejándose de una recrudescencia de la jaqueca, tampoco se presentaba, ni pensaba almorzar en el comedor. Mostrose el tutor con su pupilo sumamente expansivo y paternal: ¿por qué no se traía las maletas? ¿Por qué, a lo menos, no comía allí? Que no hiciese caso de chiquilladas; que no se amostazase por una broma… Menos había que tomar en serio a Mauricio… —y afincando el dedo índice en mitad de la frente, quiso significar que su primogénito tenía vena de loco—. No sabía el Niño qué responder. Confuso y avergonzado, sintiendo que el rostro se le enrojecía, limitose a abreviar la entrevista cuanto permitió el respeto, y a rogar a su tío que considerase aprobadas las cuentas de la tutela sin examen. A los reiterados convites de don Gaspar, que estaba transportado de gozo, solo respondió con cierta sequedad involuntaria:

—Gracias, tío. Soy, muy raro yo; me gusta andar solo… o casi solo. Si usted me lo permite, hoy me llevaré a Borromeo para que me acompañe. También le he suplicado que se venga conmigo a un viaje que pienso hacer.

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