La leyenda del Cristo
La resolución de partir sosegó algún tanto a Pedro. Vistiose, salieron y fueron derechos al palacete de la Sagrada. Solo encontró visible al Duque. Mauricio sin duda descansaba de las violentas impresiones de la vÃspera; ni él ni Bernarda habÃan asomado la cabeza fuera de sus habitaciones, y Arcángela, quejándose de una recrudescencia de la jaqueca, tampoco se presentaba, ni pensaba almorzar en el comedor. Mostrose el tutor con su pupilo sumamente expansivo y paternal: ¿por qué no se traÃa las maletas? ¿Por qué, a lo menos, no comÃa allÃ? Que no hiciese caso de chiquilladas; que no se amostazase por una broma… Menos habÃa que tomar en serio a Mauricio… —y afincando el dedo Ãndice en mitad de la frente, quiso significar que su primogénito tenÃa vena de loco—. No sabÃa el Niño qué responder. Confuso y avergonzado, sintiendo que el rostro se le enrojecÃa, limitose a abreviar la entrevista cuanto permitió el respeto, y a rogar a su tÃo que considerase aprobadas las cuentas de la tutela sin examen. A los reiterados convites de don Gaspar, que estaba transportado de gozo, solo respondió con cierta sequedad involuntaria:
—Gracias, tÃo. Soy, muy raro yo; me gusta andar solo… o casi solo. Si usted me lo permite, hoy me llevaré a Borromeo para que me acompañe. También le he suplicado que se venga conmigo a un viaje que pienso hacer.