Ifigenia

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CAPÍTULO VII

¡Supremum vale!…

HACE YA MUCHOS DÍAS que la esperaba, esta horrible noticia, y sin embargo, al saberla, he experimentado el sacudimiento extraño siempre nuevo y siempre agudo de un dolor vibrante y perenne. La llevo tan adherida al alma, y me pesa tanto, tantísimo, que quisiera morirme de un todo, o que se me muriera el alma dentro del cuerpo, para que ella al menos descansara en la inconsciencia de la idiotez o de la locura. Mi orgullo es el único puntal que me sostiene. Yo lo bendigo a ratos por inmenso y por fuerte, y otras veces le reprocho este acaparar insaciable de todas las fuerzas de mi cuerpo y de mi espíritu, que en la noche, me deja extenuada, y me tiene horas enteras sin desvestirme, acostada en la hamaca, inmóvil, y muda mirando con mis ojos abiertos, turbios de lágrimas, las pardas viguetas del techo.

Gracias a mi orgullo, nadie en la casa se ha dado cuenta de esta terrible crisis moral. En el propio momento de saber la noticia, se irguió en mi espíritu, lo dominó, y me sostuvo el cuerpo, hasta que movida solamente por él, logré llegar a la intensa intimidad de mi cuarto. Aquí lloré… lloré… lloré, con estas lágrimas hondas, infinitas, que parecen arrastrar en sus aguas pedazos de mi vida y cuajos humeantes de mi sangre…

Fue ayer, a la hora del almuerzo cuando lo supe.


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