Tuve yo el honor de ser uno de los primeros que conociera en Francia la Ifigenia de Teresa de la Parra, esa novela deliciosa que tanto ha apasionado la opinión del público sur americano. Traduje entonces unos fragmentos para los cuales escribí un prólogo que hoy juzgo por demás breve e insuficiente. Y es que la esencia de ese libro exquisito no se nos ofrece entera a primera vista. ¡Hay tanto elemento acumulado allí para atraernos! ¡Aunque no fuese más que el exotismo aquel tan seductor para nosotros los lectores franceses! Es un mundo entero el que se revela a nuestros ojos. Una sociedad medio moderna y medio colonial, cuyos contrastes tienen un sabor fuerte mezclado a un ambiente florido y perfumado que nos hace soñar como sin darnos cuenta en nuestras queridas «Islas» de antaño. ¡Oh, el encanto de aquellos patios constelados de jazmines, sembrados de naranjos, bajo cuya sombra la siesta debe deslizarse con tan lánguida dulzura! Aquellos campos del trópico, con sus bosques misteriosos poblados de mariposas diez veces más grandes que las nuestras, aquellas noches profundas de perfume embriagador; ¡aquel Edén!