I
El geniecillo exquisito y mal documentado que aproximando su boca al oÃdo de Mamá le dictaba atolondrado nuestros nombres, acertó una vez. Su acierto fue funesto. No hay que tener razón. Para segar dichas no es indispensable sembrar verdades. Tú lo supiste, pobre Mamá, tú lo llevaste tatuado en lo más sensible de tu corazón. El haber acertado por casualidad una vez debÃa costarte raudales de lágrimas.
Los siete años de Aurora eran exactos al rubio nacer del dÃa. Su cutis mate, sus ojos negros, últimos jirones de la noche que se va; su pelo claro, en donde sonreÃan los primeros rayos del sol; sus pasos ligeros, su voz atenuada que parecÃa cuidar el sueño de los durmientes, sus ademanes, su dulzura, su belleza pálida, todo, todo se amoldaba a las leyes que rigen al aparecer el dÃa. Aurora fue la aurora. Luego de haber presidido durante muy breve tiempo el florido jardÃn de Mamá, suavemente, con un dedo en los labios, se fue discreta y silenciosa cuando apenas amanecÃa. Mamá tuvo razón al bautizarla Aurora. También Papá tuvo razón cuando en sus preceptos de higiene nos vedaba la ciudad. Aurora murió recién llegada a Caracas, al cumplir los ocho años, vÃctima de un sarampión complicado con la tosferina.