La República

—Mientras que el juez, amigo mío, como tiene que gobernar el alma de otro mediante la suya, no necesita haber frecuentado desde muy temprano el trato de almas perversas, ni haber cometido él mismo toda clase de crímenes para conocer desde luego la injusticia de los demás por la suya propia, como puede el médico juzgar por sus enfermedades de las de los demás. Es preciso, por el contrario, que su alma sea pura, exenta de vicio en la juventud, para que su bondad le haga discernir más seguramente lo que es justo. Por esa razón los hombres de bien son en su juventud sencillos y están expuestos a ser seducidos por la astucia de los malos, porque no tienen en sí mismos ningún modelo que les permita identificar a los malos.

—Es cierto que son muchas veces engañados —dijo.

—Así —proseguí— que un buen juez no puede ser joven, sino anciano, que haya aprendido tarde lo que es la injusticia, que la haya estudiado por mucho tiempo, no en sí mismo, sino en los demás, y que la distinga bien, antes por ciencia que por experiencia.

—Sí, ése es un juez excelente, según parece —dijo.

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