Durante dos meses, en todos los momentos en que se veÃan, en todas las horas que los separaban, Nébel y Lidia se adoraron. Para él, romántico hasta sentir el estado de dolorosa melancolÃa que provoca una simple garúa que agrisa el patio, la criatura aquella, con su cara angelical, sus ojos azules y su temprana plenitud, debÃa encarnar la suma posible de ideal. Para ella, Nébel era varonil, buen mozo e inteligente. No habÃa en su mutuo amor más nube que la minorÃa de edad de Nébel. El muchacho, dejando de lado estudios, carreras y demás superfluidades, querÃa casarse. Como probado, no habÃa sino dos cosas: que a él le era absolutamente imposible vivir sin Lidia, y que llevarÃa por delante cuanto se opusiese a ello. PresentÃa –o más bien dicho, sentÃa– que iba a escollar rudamente.
Su padre, en efecto, a quien habÃa disgustado profundamente el año que perdÃa Nébel tras un amorÃo de carnaval, debÃa apuntar las Ães con terrible vigor. A fines de agosto habló un dÃa definitivamente a su hijo:
–Me han dicho que sigues tus visitas a lo de Arrizabalaga. ¿Es cierto? Porque tú no te dignas decirme una palabra.
Nébel vio toda la tormenta en esa forma de dignidad, y la voz le tembló un poco al contestar: