Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oÃr la voz de su hija.
–Me parece que te llama –le dijo a Berta.
Prestaron oÃdo, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se despidieron, y mientras Berta iba a dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio:
–¡Bertita!
Nadie respondió.
–¡Bertita! –alzó más la voz, ya alterada.
Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de horrible presentimiento.
–¡Mi hija, mi hija! –corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror.
Berta, que ya se habÃa lanzado corriendo a su vez al oÃr el angustioso llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lÃvido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:
–¡No entres! ¡No entres!
Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.