Cuentos de amor de locura y de muerte

–¿Grande el perro, papá?

–No, chico.

Pasó un momento.

–¡Pobre Yaguaí! –prosiguió Julia– ¡Cómo estará!

Súbitamente, Cooper recordó la impresión sufrida al oír aullar al perro: algo de su Yaguaí había allí… Pero pensando también en cuán remota era esa probabilidad, se durmió tranquilo.

Fue a la mañana siguiente, muy temprano, cuando Cooper, siguiendo el rastro de sangre, halló a su fox–terrier muerto al borde del pozo del bananal.

De pésimo humor volvió a casa, y la primera pregunta de Julia fue por el perro chico:–¿Murió, papá?

–Sí, allá en el pozo… Es Yaguaí.

Cogió la pala, y seguido de sus dos hijos consternados fue al pozo. Julia, después de mirar un rato inmóvil, acercó despacio a sollozar junto al pantalón de Cooper.

–¡Qué hiciste, papá!

–No sabía, chiquita… Apártate un momento.

En el bananal enterró a su perro; apisonó la tierra encima, y regresó profundamente disgustado, llevando de la mano a sus dos chicos que lloraban despacio para chicos, que su padre no los sintiera.

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