Durante diez dÃas la vida prosiguió en común, aunque Nébel estaba casi todo el dÃa afuera. Por tácito acuerdo, Lidia y él se encontraban muy pocas veces solos; y aunque de noche volvÃan a verse, pasaban aún entonces largo tiempo callados.
Lidia misma tenÃa bastante qué hacer cuidando a su madre, postrada al fin. Como no habÃa posibilidad de reconstruir lo ya podrido, y aun a trueque del peligro inmediato que ocasionara. Nébel pensó en suprimir la morfina. Pero se abstuvo una mañana que, entrando bruscamente en el comedor, sorprendió a Lidia que se bajaba precipitadamente las faldas. TenÃa en la mano la jeringuilla, y fijó en Nébel su mirada espantada.
–¿Hace mucho tiempo que usas eso? –le preguntó él al fin.
–Sà –murmuró Lidia, doblando en una convulsión la aguja.
Nébel la miró aún y se encogió de hombros.
Sin embargo, como la madre repetÃa sus inyecciones con una frecuencia terrible para ahogar los dolores de su riñón que la morfina concluÃa de matar, Nébel se decidió a intentar la salvación de aquella desgraciada, sustrayéndole la droga.
–¡Octavio! ¡Me va a matar! –clamó ella con ronca súplica–. ¡Mi hijo Octavio! ¡No podrÃa vivir un dÃa!