Cuentos de amor de locura y de muerte

–¡Es que no vivirá dos horas, si le dejo eso! –contestó Nébel.

–¡No importa, mi Octavio! ¡Dame, dame la morfina!

Nébel dejó que los brazos se tendieran a él inútilmente, y salió con Lidia.

–¿Tú sabes la gravedad del estado de tu madre?

–Sí… Los médicos me habían dicho…

Él la miró fijamente.

–Es que está mucho peor de lo que imaginas. Lidia se puso blanca, y mirando afuera ahogó un sollozo mordiéndose los labios.

–¿No hay médico aquí? –murmuró.

–Aquí no, ni en diez leguas a la redonda; pero buscaremos.

Esa tarde llegó el correo cuando estaban solos en el comedor, y Nébel abrió una carta.

–¿Noticias? –preguntó Lidia inquieta, levantando los ojos a él. Quieta los ojos a él.

–Sí –repuso Nébel, prosiguiendo la lectura.

–¿Del médico? –volvió Lidia al rato, más ansiosa aún.

–No, de mi mujer –repuso él con la voz dura, sin levantar los ojos.

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