En Ginebra, durante la fiebre de la Reforma, un hombre fue quemado vivo por una coma. Llamábase ese hombre Conrado Wéber, y era alemán de nacionalidad, y grabador de oficio. Persona de alma pura, ojos azules y barba tierna, llevaba por inclinación la triste vida de su ciudad.
Este hombre juicioso había visto, en la sórdida Ginebra de Calvino, perseguidos a los ciudadanos de corazón alegre; había visto a un vecino discreto pagar tres sueldos de multa por acompañar a un amigo a la taberna, y había oído toda una tarde las quejas de su cuñado, cuya fe el Consistorio gravó en cinco sueldos, por llegar tarde a un sermón.
También sobre él había caído la justicia puritana, por haber exclamado —sin motivo alguno que justificare tan elevadísimo testimonio—: «Gracias a Dios». Wéber había pagado, pues justo era.
Más tarde asistió, tal vez sin entusiasmo, pero siempre con fe, a la decapitación de Gruet, que había anotado en su cartera privada que Jesucristo era un belitre, y que hay menos sentido en los evangelios que en las fábulas de Esopo. Vio morir a Miguel Servet, procesado por haber escrito que la S. T. es un cancerbero y por haber desmentido a Moisés, asegurando que la Palestina no es región fértil.