«Ha fallecido ayer, a los ochenta y seis años, la duquesa de La Tour-Sedan. La enfermedad de la ilustre anciana, sumida en sueño cataléptico desde 1842, ha constituido uno de los más extraños casos que registra la patología nerviosa».
El viejo violinista, al leer la noticia en Le Gaulois, me pasó el diario sin decir una palabra y quedó largo rato pensativo.
—¿La conocía usted? —le pregunté.
—¿Conocerla? —me respondió—. ¡Oh, no! Pero…
Fue a su escritorio, y volvió a mi lado con un retrato que contempló mudo un largo instante.
La criatura retratada era realmente hermosa. Llevaba el pelo apartado sobre las sienes, en dos secos golpes, como si la mano acabara de despejar bruscamente la frente. Pero lo admirable de aquel rostro eran los ojos. Su mirada tenía una profundidad y una tristeza extraordinarias, que la cabeza, un poco echada atrás, no hacía sino realzar.
—¿Es hija… o nieta de esta señora que ha muerto? —le pregunté.
—Es ella misma —repuso en voz baja—. He visto el daguerrotipo original… y en una ocasión única en mi vida —concluyó en voz más baja aún.
Quedó de nuevo pensativo, y al fin levantó los ojos a mí.