Carmaux se apresuró a obedecer, pues sabía que era peligrosa toda vacilación con el Corsario.
Ante la escotilla le esperaba Wan Stiller en compañía del contramaestre, de la tripulación y de algunos filibusteros, quienes le interrogaban acerca del desgraciado fin del Corsario Rojo y de sus gentes, manifestando propósitos terribles de venganza contra los españoles de Maracaibo y, sobre todo, contra el Gobernador. Cuando el hamburgués supo que había que disponer la canoa para regresar a la costa, de la cual habían podido alejarse precipitada y milagrosamente, no pudo disimular su asombro y sus recelos.
—¡Volver otra vez allá abajo! —exclamó—. ¡Dejaremos allí el pellejo, Carmaux!
—¡Bah! ¡Por esta vez no iremos solos!
—Entonces, ¿quién va a acompañarnos?
—El Corsario Negro.
—¡En ese caso, no temo nada! ¡Ese diablo de hombre vale por cien filibusteros!
—Pero vendrá solo.
—¡No importa, Carmaux; no hay nada que temer con él!
—¿Y volveremos a entrar en Maracaibo?