El Corsario Negro

CAPÍTULO XXX

LA CARABELA ESPAÑOLA

La chalupa en que iba Wan Guld se hallaba entonces a unos mil pasos de distancia; mas, a pesar de eso, los filibusteros no eran hombres que perdieran aliento sabiendo que tan sólo uno de los remeros era capaz de competir con ellos en aquella fatigosa faena: aquel remero era el indio.

Los dos oficiales y el Gobernador, acostumbrados únicamente a manejar las armas, debían de dar poco juego.

Aun cuando estaban cansadísimos de aquella marcha tan larga, y además hambrientos, Wan Stiller y Carmaux habían puesto en movimiento su poderosa musculatura e imprimieron a la canoa una celeridad prodigiosa. El Corsario, sentado en la proa y con el arcabuz entre las manos, los excitaba sin cesar, gritándoles:

—¡Fuerza, mis valientes! ¡Wan Guld ya no se escapará, y yo quedaré vengado! ¡Acordaos del Corsario Verde y del Corsario Rojo!

La canoa saltaba sobre las anchas olas del lago, bogando cada vez con mayor rapidez y rompiendo impetuosamente con la aguda proa las espumantes crestas.

Carmaux y Wan Stiller remaban con furia. Estaban seguros de alcanzar a la otra chalupa; pero no por eso aminoraban el esfuerzo, pues temían que cualquier acontecimiento imprevisto permitiera al Gobernador sustraerse una vez más a aquella persecución encarnizada.

Hacía unos cinco minutos que remaban, cuando la proa de su esquife sufrió un choque violentísimo.

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