Los Tigres de Mompracem

Yáñez se lanzó detrás. Amordazó al prisionero, lo ató de manos y pies y le dijo, en tono amenazador:

—¡Si haces un solo movimiento, te atravieso el corazón!

En seguida se volvió hacia Sandokán.

—Y ahora, ¿sabes cuáles son las ventanas de Mariana?

—Sí —exclamó el pirata—. Encima de aquel emparrado.

De pronto retrocedió con un verdadero rugido. —¡Han cerrado con rejas sus ventanas!

—¡No importa! —repuso Yáñez.

Recogió varias piedrecillas y lanzó una contra los vidrios, produciendo un ligerísimo ruido. Los dos piratas retenían el aliento, presa de viva emoción.

No contestaron. Yáñez lanzó otra piedra, y luego otra más.

De súbito se abrió la ventana y Sandokán vio dibujarse a la luz azulada de la luna una figura que reconoció en seguida.

—¡Mariana! —murmuró levantando los brazos hacia la jovencita, que se había inclinado sobre la reja.

Al verlo la joven lanzó un grito ahogado.

—¡Ánimo, Sandokán! —dijo Yáñez, saludando galantemente a la joven—. ¡Súbete a la ventana! Pero apresúrate, no corren muy buenos vientos para nosotros.

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