Sin mostrar el menor miedo por tan brusca intimidación, que podía costarle la vida, el pirata se volvió lentamente empuñando el sable y dispuesto a servirse de él.
A seis pasos de él, un hombre, sin duda el sargento Willis, salió de un matorral y le apuntó fríamente, resuelto a poner en acción su amenaza.
Sandokán lo miró con tranquilidad, pero con ojos que despedían una extraña luz, y soltó una carcajada.
—¿De qué te ríes? —dijo desconcertado el sargento—. ¡Me parece que este momento no es para reír!
—¡Me río porque me parece raro que te atrevas a amenazarme de muerte! —contestó Sandokán—. ¿Sabes quién soy?
—El jefe de los piratas de Mompracem.
—Sí, soy el Tigre de la Malasia.
Y lanzó otra carcajada. El soldado, aunque espantado de encontrarse solo ante aquel hombre cuyo valor era legendario, estaba decidido a no retroceder.
—¡Vamos, Willis, ven a prenderme! —dijo Sandokán.
—¿Cómo sabe mi nombre?
—Un hombre escapado del infierno no puede ignorar nada —repuso el Tigre burlonamente.